Alta en el cielo/ un águila guerrera/ audaz se
eleva/ en vuelo triunfal/ asulunara, del color del cielo/ asulunara, del color
del mal
A pesar de las tres décadas y pico
que pasaron, así cantaba Aurora: asulunara del color del mal.
Me topé con ella una mañana llena de
nervios. Era marzo y el primer día de secundario y Aurora elevaba la bandera al
tope del mástil y arrancaba el día escolar. Asulunara, repetido seis años a las
siete de la mañana, sin solución de continuidad. Salvo unos días en cuarto año.
En el ochenta y dos.
A las siete en punto el timbre
bramaba y los alumnos formábamos: los de blazer a la derecha, los de mameluco a
la izquierda y todos de azul. Un cuadrillé de adolescentes a un brazo de
distancia de sus compañeros más cercanos. El timbre se calmaba y los celadores
revistaban las filas, felinos de blazer con pitucones que aseguraban el
silencio.
Silencio.
En los altavoves cruje la púa, y con
en tono nasal gritan el aria, mientras, de a tirones, la bandera escala al tope
del mástil, siempre a destiempo. Siempre por seis años en el frío húmedo de las
siete de la mañana. Bueno, casi seis
años, porque en cuarto año, durante dos meses, nos hicieron escuchar otra cosa.
Es notable lo frías que son las
siete de la mañana en la intemperie de Mar del Plata; más que el frío es la
humedad. O las dos cosas juntas. Porque el frío húmedo cala hondo, los pies, la
cara, y sobre todo los dedos de la mano. Y esas mañanas, los guantes de lana azul no sirven de gran
cosa, igual que los pasamontañas verde oliva.
Claro que esto sólo pasaba en los
meses más crudos de invierno, pero así son las mañanas que recuerdo de
entonces. Repitiendo asulunara, del color del mal, por seis años. Con expeción
de aquellos dos meses.
En el ochenta y dos.
Terminaba la canción con la bandera
a tope del mástil y llegaba el mensaje matinal de Señor Arias. Señor Arias era
el director, un ex seminarista de traje gris oscuro, rasgos indianos y pelo
negro charolado con gomina. Pero no tenía bigotes. Voceaba un “alumnos, buenos
días”, y a voz en cuello devolvíamos “buenos días, Señor Director”. Entonces
Señor Arias recorría con un gesto amplio de su cabeza las filas azules y
comenzaba su homilía acerca de las virtudes del alumno ejemplar. De a una por
día; se repetían con frecuencia y nunca supe si era porque Señor Arias era
hombre de pocas ideas o el alumno ejemplar no era un sujeto demasiado virtuoso.
Y en esa mañana de cuarto año los
celadores no lograban nuestra formación, el silencio se demoraba por
comentarios entusiasmados, imagino que ellos estarían igual, porque todos
estaban igual esa mañana. Silencio. La púa crujió diferente y los altavoces
vociferaron la Marcha de Las Malvinas. Desorientados por el cambio de aria,
buscábamos algún compañero que nos soplara la letra. Cuando el rabillo del ojo
advertía la mirada suplicante de alguien, mis cejas le pedían disculpas. Los
del frente —cuándo no— fueron los que peor la pasaron, tuvieron que camuflarse
en las palabras que lograban adivinar. La bandera de ese día llevaba el sol
patrio bordado en hilos imitación oro. Y Señor Arias cambió su leitmotiv, ahora
su discurso contenía abundantes “fuerzas
armadas” y “nuestras Malvinas”, y había cambiado su voz paternal por una que
tremulaba de gloria.
Tras
su manto de neblina es lo único que supimos de la Marcha, lo demás habrá
sido fonética asulunara, del color del mal.
Porque el mal algún color debe tener
¿no? Hasta no hacía tanto tiempo, el color del mal era el gris oscuro de los
soldaditos alemanes y el color del bien era el verde oliva de los americanos.
Esos eran mis ejércitos: alemanes gris oscuro, americanos verde oliva. Y claro,
siempre ganaban los americanos, pero sólo después de enormes sacrificios en
teatros de operaciones de baldosas de patio o piso de parqué. Nunca se tomaban
prisioneros, el sadismo impúber lo prohíbia. En verdad, mi ejército de Los
Buenos llevaban un casco que parecía una ensaladera de bordes anchos, así que
eran ingleses. Los buenos eran ingleses. Aunque esa mañana del ochenta y dos
Señor Arias dijo otra cosa. De los ingleses, quiero decir. Porque en este
cuento los alemanes no tallaban.
Durante los fines de semana a Señor
Arias lo reemplazaba el comunicado número. La tele en la que cuatro años antes
fulguraron los colores del mundial, mostraba un Escudo Nacional sobre fondo
asulunara. En off, el locutor oficial comunicaba el comunicado número en tono
grave, como si supiese lo que decía.
Los lunes a las siete volvía el
cotillón patriótico.
Omití un detalle importante, Señor
Arias parlaba su homilía enhiesto sobre una plataforma. No era gran cosa (estoy
hablando de la plataforma), apenas un cubo de aglomerado algo mayor que un
cajón de verduda. Debido a que mi estatura me situaba en la mitad de la fila,
Señor Arias se me presentaba del cuello para arriba.
Muchas cosas cambiaron ese día.
Aparte del aria y el modelo de bandera, las reflexivas homilías de Señor Arias
se habían transformado en aúreas soflamas. Pasaban las semanas, el invierno
mordía cada vez más fuerte y la gesta tomaba dimesiones samartinianas. Tanta
grandeza inflaba el pecho de Señor Arias y lo hacía crecer, ayudado cada viernes por el taller de carpintería,
que añadía diez centímetros a las patas de su plataforma soflamática. Si no
gambeteo a la sinceridad, debo reconocer que lograba el efecto que buscaba, el
bronce se nos metía en el alma lo mismo que el frío en las manos. Algunos
intentamos presentarnos como voluntarios, yo quería ser buzo táctico.
Tal vez exageré con los diez
centímetros semanales, sería un poco menos; pero el asunto es que la primigenia
plataforma homilética se elevaba unos treinta centímetros; mientras que la
soflamática creció semana a semana hasta alcanzar unos ochenta centímetros.
Para la semana número diez, Señor Arias se me presentaba entero hasta la altura
de la ingle. Hombre bravo Señor Arias, gritando con su puño derecho elevado
"Dios, Patria y Hogar" sobre cuatro dudosas patas de madera
empalmadas diez veces.
Hasta que llegó el 13 de Junio.
Es extraño el humor de los dioses,
el 13 de junio de 1982 fue martes; martes trece, no te cases ni te embarques.
Esa mañana, Señor Arias llegó a su pedestal (porque a esta altura no cabía duda
que era ya un pedestal) con un salto felino. Un mechón de pelo caía sobre su
frente y su noble testa claramente robada por la grandeza. Su mirada de gigante
recorrió las filas azules. Con la voz más potente que jamás le escuchamos, su
“buenos días alumnos” retumbó por el patio como el trueno de la batalla. El
tono insigne de su voz me despabiló, y toda mi atención fue para Señor Arias.
Habló de la guerra sin eufemismos, haciendo que cada oración fuese más
dramática que la anterior, separándoles con silencios ominosos. Tenía el deber
moral de participarnos que para cuando terminase el día las Malvinas serían
total y definitivamente recobradas; a la madrugada, el Estado Mayor Conjunto
había ordenado la ofensiva Steiner. Un cuerpo de élite, los cuchilleros
correntinos, habían desembarcado en la retaguardia enemiga y atacarían al final
de la tarde, con orden de pasar a degüello. Los imperialistas ocupaban las
alturas alrededor de Puerto Argentino y nos creían vencidos. Buzos tácticos de
nuestra Marina se habían infiltrado detrás de las posiciones de esos piratas
asquerosos y reportaban que los Royal Marines
festejaban la victoria, emborrachándose hasta el desmayo. Nuestros
bravos cuchilleros estaban ya en sus posiciones y con las últimas luces del día
aquellas colinas serían cubiertas con la sangre de los hunos, serían
exterminados, como nadie se atrevió jamás, como debió hacerse hace mucho
tiempo. Aniquilados. Exterminados.
Arias gritó:
— ¡Patria o muerte!
Las patas de madera empatillada diez
veces crujieron y Señor Arias desapareció de mi vista. Explotó una risa reída
por seiscientos cuarenta y nueve alumnos azules, los de izquierda de mameluco,
nosotros de blazer azul.
El día después el sol desapareció de
la bandera, cantamos Aurora y Señor Arias reflexionó sobre las virtudes del
alumno ejemplar; hoy: la honestidad.
Ni siquiera tuvieron la decencia de
izar la bandera a media asta.
Jorge Churio
2 de Abril 2012
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